A mi maestra de ensayo, Liliana Weinberg, que me incitó a recordarlo…
Intento pensar, hace días, cuándo conocí a Martí; para nosotros, “El Apóstol”. Lo hago estimulada por el reencuentro, después de diez años de haber partido de nuestra isla, suceso que pasó casi desapercibido, extraviado entre los males que azotan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. ¡Claro, a Martí lo conocí en la escuela!, igual que todos los niños cubanos. Y como todos, aprendí de memoria “Los zapaticos de rosa”, “Los dos príncipes”, los “Versos sencillos”, “La bailarina española” y “La niña de Guatemala”. Y, al menos yo, sigo repitiendo, a los tantos años de vida, a los diez de exilio, casi de memoria, aquellos versos que nos hicieron aprender. Debo esclarecer que usar el “casi” responde a los avatares de esta memoria de mujer que ha debido recordar ya demasiadas cosas. Dentro de esa caja de Pandora sobrevivió Martí, estuvo siempre, fue lumbrera, fue estrella y fue verso cuando las circunstancias me enseñaban los sinsabores de la oscuridad. Yo, como él, amo la luz del día o la luz de la noche, y escapo de la oscuridad. Sí, soy martiana desde que tenía cinco o seis años. Soy martiana desde que llegué a Regla, antes de cumplir la primera década, y me inscribieron en la escuelita amarilla que llevaba el nombre del maestro de Martí.
Incitarlos hoy, lectores, a desentrañarlo —porque a Martí hay que desentrañarlo desde el tuétano—, es mi propósito. Por dónde empezar a leer al poeta, que fue ensayista, cronista, narrador, discursista, cuentista, político y filósofo; que fue humanista y descubridor de las bellezas del físico mundo y los horrores del mundo moral que avisara su antecesor, José María Heredia. Respondo, para niños, para jóvenes y para todos los demás: hay que comenzar a leer a Martí por La edad de oro. Se trata de una revista de solo cuatro números que fundó en 1889, cuando vivía en Nueva York, y en la cual, agotado de tareas decisivas en los destinos de nuestra América, escarbó en un tiempo fuera del tiempo para hablarle a los niños del mundo. Una revista literaria que deja trazos en los cuerpos de quienes la leen: el humanismo y la universalidad de su pensamiento se engarzan con las más hermosas historias de héroes:
Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. (Tres héroes).
O con los amargos versos de honda lírica:
Mi verso es como un puñal
Que por el puño echa flor:
Mi verso es un surtidor
Que da un agua de coral.
Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido:
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo.
(J. M., Versos sencillos)
Después, deberás conocer el resto de su poesía. Algunos títulos los cito al principio. Hay cuarenta y dos tomos de obras completas de un genio que solo vivió cuarenta y dos años. Pero no te agobies, lector, el día que te detengas en algunos de esos tomos de poesía, en sus ensayos más negros de la miseria de los hombres —El presidio político en Cuba—, o en las bellas cartas que fue enviando al futuro desde disímiles puntos de sus geografías, habrás llegado a puerto seguro y, lamentando no haber atracado antes, evitarás la hora de la partida. Al final, me alegra decirte, ya no te podrás ir. Las sirenas de sus versos te habrán aprehendido.
¿Cómo incitar a la lectura de un hombre tan serio como Martí, el patriota que vestía de negro en luto perenne por su patria, muerto hace tanto más de un siglo? No pretendo salir de estas líneas sin haber encontrado la respuesta. ¿Cómo decirles que la bella poesía de las montañas andinas o de los valles profundos era la lira del poeta? Y que a mí, niña, adolescente, joven, mujer, escritora, me habló de la pureza del alma, de la gravedad de tener un amigo, de la sutileza de girar como la bailarina española. Me enseñó del pavor y del honor. Me contó al oído las grandes penas del mundo y me hizo humana, imperfecta, lúcida. Por sus versos aprendí a amar todas las tierras, y por sus versos, también, a tener fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud. Me volví justa leyendo a Martí, y no pretendo exagerar. Me volví poeta leyendo a Martí. Escúchenme bien, que este que les digo es un código de ventura.
Me despido con más versos sencillos, digo hasta pronto al poeta, al amigo:
Yo he visto en la noche oscura
Llover sobre mi cabeza
Los rayos de lumbre pura
De la divina belleza.
Alas nacer vi en los hombros
De las mujeres hermosas:
Y salir de los escombros
Volando las mariposas.