Hace una semana se cumplió un año desde que me mudé a mi nueva casa. Nueva, hasta que llegue la próxima. Es la vida del inquilino: andar girando por inmuebles, acumulando recuerdos entre paredes que mutan, dejando puntitos en distintos lugares del mapa donde habitar la melancolía cada vez que volvemos a pasar.
Además de inquilina soy lectora y trabajé durante años en una librería, detalle que alimentó mi biblioteca considerablemente en cada mudanza nueva.
Cada dos años mis libros sufren un proceso de reestructuración. Volver a ponerlos en los estantes, volver a establecer un orden particular, ponerlos en sendas pilas en el piso por orden alfabético.
El año pasado se me ocurrió una idea: dividir la sección de ficción en dos partes, una de escritoras mujeres y otra de escritores hombres. Muy binario, sí, ya sé, pero la realidad es que son los dos grandes grupos de los que tengo libros.
Siempre hablando de ficción, porque en libros de temáticas específicas tengo mucha más variedad. Lo que quiero destacar es el golpe durísimo que sufrí cuando terminé de poner los libros en sus respectivos estantes: dos correspondían a literatura escrita por mujeres y diez a literatura escrita por hombres.
Quedé horrorizada, pero no sorprendida. Yo, lectora feminista, ávida militante de la literatura escrita por mujeres, tenía sólo dos estantes de las mismas, mientras los hombres habitaban lo que parecían millares.
Empecé a hacerme preguntas: ¿Cómo puede ser que me pase eso a mí? Resaltando “a mí”. Pensando, establecí que ninguna de nosotras, feministas de tiempo completo, es inmune a la publicidad en todas sus formas. Los libros más publicitados están escritos por hombres. Los libros más vendidos están escritos por hombres. Los mayores clásicos de todos los tiempos están escritos por hombres. Lxs empleadxs en las librerías responden a las consultas y recomiendan libros de hombres. Las intertextualidades en las novelas están escritas por hombres que citan a hombres.
Me di cuenta entonces de que esto no tenía que ver con que yo no quisiera o no buscara consumir literatura de mujeres. El mundo no estaba preparado para servirmelas en bandeja como lo hacía con todo lo demás.
Lamentablemente, este descubrimiento —bastante obvio, por cierto—, llegó tarde y en un mal momento: ya sin trabajo, empecé a pensar en cómo remediar esta situación, pero no había manera.
Se había terminado el dinero, y también los descuentos del 40% en los libros que quisiera. Estaba acorralada. Rodeada de textos escritos por hombres, con sus miradas de hombres, sus descripciones de hombres, sus personajes femeninos percibidos por hombres.
En los primeros estantes había un poco de luz: Marguerite Duras, Amélie Nothomb, Almudena Grandes, Selva Almada, Mariana Enríquez, Alejandra Pizarnik, Gabriela Mistral, un montón de nombres de mujeres que todavía podían inspirarme, que podían darme lo que yo necesitaba… pero ¿Qué era lo que yo necesitaba? Porque literatura tenía de sobra.
Lo que yo necesitaba era literatura que pudiera hablar de mí o por mí. Literatura que me interpele.
¡Ojo! Por supuesto que un buen libro escrito por un hombre puede interpelarme. Soy una incurable fanática de Aldous Huxley y el año pasado me hicieron llorar John Fante y Abelardo Castillo. Estamos llenxs de verdaderas joyas escritas por hombres.
Los hombres tienen una mirada de hombre, eso es incuestionable, así como yo veo mi mundo, el mundo, a través de la mirada de mi cuerpo y mi vida de mujer. No voy a negar que, en la ficción, se pueden inventar vivencias sin problemas, que el narrador no es necesariamente el autor, etcétera.
Pero ¿por qué, por ejemplo, en las obras escritas por varones, las mujeres toman venganzas sangrientas y morbosas cuando un hombre las viola? Es un patrón significativo que no se da en obras escritas por mujeres ¿Es que los hombres creen que nosotras respondemos así a una violación, o es lo que ellos harían? Yo creo, con bastante convicción, que es la segunda. Por eso me parece que, aunque imparcial, el autor no puede dejar lo que es mientras deja brotar las palabras y las ordena.
Por esto, sólo por esto, creo que las mujeres somos casi superpoderosas a la hora de escribir: tenemos una visión menos binaria, más gris. Por un único motivo, culpa de la sociedad machista: nosotras nos criamos leyendo hombres. Los consumimos con avidez. Aprendimos a escribir leyendo hombres. Nos contaron cuentos escritos por hombres. Mamamos sus lenguajes, sus metáforas, sus pensamientos. Fuimos incorporando, como lectoras, todo lo esencial de la literatura escrita por hombres. Pero somos mujeres. Tenemos nuestra propia visión del mundo. Y con ella, mezclada con toda la literatura consumida, podemos hacer lo que queramos: historias sin binarismos y que cuenten nuestras vidas sin volvernos un cliché.