Presagios (Mantra Ediciones, México, 2019) es un libro del poeta, narrador y gestor cultural mexicano, José Manuel Vacah. El mismo título del libro, Presagios, prefigura varias líneas de lectura —como las que conectan el metro de CDMX— que configuran una biblioteca del saber urbano.
En primer lugar, somos convocados aquí a la herencia de la poesía como profecía o videncia, esa de aquel poeta-vidente de la que tanto nos han hablado Rimbaud y Bolaño, la del poeta urbano por excelencia que ama y condena su ciudad como lo hizo Isaías que profetizó la destrucción de Jerusalén. Por otro lado, podemos observar los presagios específicos de la caída de la gran ciudad de Tenochtitlan, CDMX, ante la llegada de las embarcaciones, casas flotantes, de las huestes castellanas.

Presagios se compone de una colección de poemas sobre la ciudad, el amor, la noche. Sus poemas son reflejo y efecto del amor urbano, entendido como constante y permanente movimiento que se convierte en un conmoverse, un moverse con.
Ese movimiento citadino constituye un dispositivo pedagógico de consecuencias mágicas y dolorosas para el existir humano y poético, un sentir de la materialidad inmanente y nocturna de la ciudad, en la cual los personajes, sobre todo amantes, se encuentran.
Presagios se ubica dentro de una gran tradición de la poesía mexicana y latinoamericana que le canta a la Ciudad de México, a sus barrios y a sus noches bizarras, y entre estos creadores podemos mencionar a José Emilio Pacheco, Octavio Paz, Efraín Huerta, Pablo Neruda, Homero Aridjis, Salvador Novo (con su mirada queer), Nezahualcóyotl, entre tantos otros. Así, la voz poética de Presagios nos presenta la vida en su ciudad:
Salimos de la fiesta a comprar cigarros. Desde el cerro una cicatriz de pequeñas casas, iluminadas por el rencor de las estrellas, se desgarra y la luz hierve en el cielo oscuro. (Extraído del poema “Cicatriz”)
La relación de la voz poética con la ciudad es la de un amor sórdido, pero a la vez lleno de ternura: el poeta/personaje se interna en ese cuerpo que también es la ciudad. Finalmente, la ciudad es, así, una mujer seductora y terrible, como las diosas prehispánicas:
He guardado la visión de tu cuerpo a esa hora; atrapado en el lugar más oscuro de la ciudad. (Extraído del poema “Cicatriz”)
La escritura de José Manuel Vacah nos cuenta una historia, nos introduce a una poética urbana, nos presenta una ciudad, la del poeta. A los creadores urbanos la metrópoli les fascina, les seduce y también les traiciona, pero indudablemente es su habitat, que también es la poesía misma: los ritmos de las cafeterías, los bares, las calles, las veredas, la luz y la oscuridad.
En suma, la casa del poeta es la ciudad de noche: cuerpo húmedo, seductor, lleno de erotismo, también de rock and roll y terror al que el poeta se entrega completamente. A diferencia de Horacio, esta voz de la poesía mexicana no huye de la ciudad del pecado y de la perdición (“Beatus ille qui procul negotiis”), más bien se trata de una beatitud empoderada en ese espacio vital; allí resiste románticamente el poeta y reproduce en su actuar una dialéctica muy sugerente donde él y la ciudad se vuelven co-creadores del impulso utópico del sentir poético.
El sujeto, el poeta o la voz crea su mundo amoroso a partir de su experiencia urbana de los márgenes, algo muy de la poesía maldita de todos los tiempos. A la vez, no se trata de una experiencia necesariamente universal, traducible o transferible. Es una experiencia distinta al amor del campo o del desierto, en Chihuahua o en Chapultepec, es muy distinto experimentar la poesía y el amor en los cerros y en las veredas.
Sin duda, Presagios nos introduce a un lenguaje valiente, de sobrevivencia, y muy realista sobre lo que es la vida salvaje en la ciudad (donde no alcanza “el varo”, pero abunda el amor y la ternura). Al mismo tiempo, ese recurso a la ternura y a la sensibilidad nacida del amor que nos presenta el lenguaje de la poesía de Vacah me parece muy valioso porque la poesía necesita precisamente de amor y de ternura sin renunciar a la realidad terrible (de dolor) con la que convivimos en las ciudades todos los días; además del erotismo y el deseo, elementos innatos al existencialismo poético de los creadores urbanos.
El deseo que nos presenta José Manuel Vacah en Presagios es el deseo urbano, fruto de la educación sentimental que nos provee la ciudad que deseamos y que problematiza nuestro deseo y en esa dialéctica, la mirada nos alimenta y nos llena de erotismo:
Qué tibia y dorada serías si no estuvieras tan acompañada, tus senos, aire tibio, huelen a cerveza y a música, los palpo, los chupo en mi imaginación, pero no he bebido lo suficiente. Sé que se construyó la fiesta para que tú la habitaras, para que hicieras girar a los planetas solitarios, satélites de tu calor, (Extraído del poema “La fiesta”)
El amor, tal como lo construyó la voz poética, es producto de la semiósfera urbana y no existe fuera de ésta. No es que el amor no pueda existir fuera de la ciudad. El amor es finalmente desarrollado como una experiencia subjetiva lejos de la totalizante modernidad, un producto del status quo posmoderno, menos idealista y mas empirista.
Fuera de la ciudad habría que refundar y empaparse de otras nociones amorosas, de otras miradas sobre el amor. El amor en la ciudad no es una práctica colectiva ni tradicional, sino que es el fruto de la experiencia individual del poeta en el escenario mismo. Es su propia experiencia por fuera de cualquier idealismo.
Así, la fiesta es la ciudad nocturna donde habita el deseo. Una fiesta bizarra donde habitan los cuerpos, como así también la ternura. Por obvias razones, ésta no es la ciudad de los emprendedores, “de los de la mentalidad de tiburón”. En esta ciudad de Presagios todxs son perdedores, pero igual gozan y viven en una práctica situacionista más cercana al infrarrealismo, que es toda una escuela de la poesía mexicana:
Es grandioso el amor, pero no existe fuera de la fiesta. Brindo por ti, que estarás bailando para siempre en el pecho de los perdedores. (Extraído del poema "La fiesta")
Esta ciudad es irónica, sórdida, sarcástica, sin finales felices, no es Candy Candy. De hecho, es tal vez más cercana al caramelito de Iggy Pop [“It’s a rainy afternoon In 1990 The big city Geez it’s been 20 years Candy, you were so fine”].
De esta manera, no importa ser atravesado por el dolor porque hay que precisar que la poesía es todavía uno de los pocos espacios de libertad que nos quedan para expresar nuestro dolor frente al mundo. El poeta sufre, y ese sufrimiento es una forma válida de conocimiento porque entra en contacto con los espacios hostiles, que a su vez pueden ser generosos: los espacios que aparencen en las ciudades que habitamos y que nos ofrecen oportunidades para aprender a amar y a amarnos.
La alegría de Televisa es demasiado mansa para el poeta, el bucolismo es demasiado previsible. Hay poetas que se aterran con la transformación de la ciudad, como Octavio Paz o novelistas como el chileno José Donoso, pero en cambio en Presagios, José Manuel Vacah abraza esa ciudad maldita y querida, y la abraza para tocarla como si fuera un bajo, la ciudad-bajo, la ciudad inmanente.
Lo que seduce de la ciudad y de la experiencia del rock es la vivencia absoluta, el sentir y el ser, ser educado de una manera brutal en la realidad del dolor, tal vez, ser adicto a ella, Sodoma y Gomorra, la ciudad maldita y deseada nos seduce y nos pega duro con sus camiones asesinos y rock and rock para cantarla. Curiosamente, el rock nació entre campos de algodón, en un cruce de caminos frente a un restaurante de fried chicken en Clarksdale, Mississipi. El rock tiene un origen, digamos, campesino; el diablo (otro bracero) le enseñó a Robert Johnson las melodías mágicas. Robert, el Orfeo americano, Orfeo negro que silenciaba las aves y detenía el sol y esa guitarra llegó a la ciudad, a la gran ciudad y de allí ese ritual musical de campos de algodón, esa cosecha del ser y el sentir, empezó desde las estaciones de radio de las grandes ciudades a cultivar en los corazones jóvenes y rebeldes de las grandes ciudades del mundo entero como CDMX-Tenochtitlan:
Le estalló el pecho por fumar en los brazos de una estrella muerta, por andar de poeta epiléptica con orejas de gata. Perdió el control y se dio la vuelta y tomó mi mano. Sólo una tonada lo que sé de su vida. La letra furiosa, la estúpida guitarra eléctrica, los golpes afiebrados del bajo y la batería cruel. Ella perdió el control y tomó mi mano y me dijo imagina que soy la chica de negro, que soy Patti, soy Patti corriendo rodeada de caballos. Es la perra avenida donde el auto va reventando los cristales del dolor. (Extraído del poema “Paraíso”)
Para entender la poética que nos presenta José Manuel Vacah en Presagios hay que dejarnos conquistar por la educación sentimental humana (y también de Flaubert, otro escritor amante de la ciudad, de los bares y de los espacios del placer y goce urbanos). La educación sentimental es una experiencia que no se aprende en las aulas, sino en las calles de la ciudad, en sus cafeterías, veredas, bares y burdeles:
Lo poco que sé del sufrimiento lo aprendí en algunos bares donde llegó a tocar. Y no puedo hacer nada para que mis piernas bailen junto a su voz degollada por la música. (Extraído del poema “Paraíso”)
Finalmente, me gustaría afirmar que Presagios es una canción de amor a la ciudad, a la experiencia del dolor, el amor y el sentir musical de una megápolis de millones de habitantes, de millones de corazones que sienten, uno tan distinto del otro, y que hacen de CDMX-Tenochtitlan su ciudad, su amante maldita y que mejor que la voz de la poesía lo diga, lo cante, lo toque con furia, con dolor. La ciudad es la esfinge que nos propone un acertijo antes de poseerla, antes de ser sacrificado en una pirámide antigua por ella, y por los Dioses antiguos, cuyos presagios todavía se escuchan por las noches, con noticias viniendo de las costas. Callemos y sintamos el cuchillo sacrificial de la ciudad-esfinge en nuestras carnes:
El hocico de la ciudad, los dientes grises, la lengua negra, su aliento precipitándose contra mis pasos, la tarde entera contra mi cuerpo, la ruidosa multitud aplastándome. Intento seguir el ritmo de mis premoniciones. El cielo enfermo me ofrece un cigarro, y después tose, tose y escupe sangre; hubiera valido la pena tomar una fotografía para recordar el atardecer. (Extraído del poema “Canción de Amor”)
Para acceder al libro haz click en este enlace:

José Manuel Vacah (Estado de México, 1990) Escritor, periodista cultural. Actualmente conduce el programa Mapa Vacío. “Recomendaciones culturales que te volarán la cabeza”, en UTA Radio. Es codirector de Corazón de Diablo Ediciones. Su obra poética incluye los títulos Los perros tras de mí (El trueno en la ciudad, 2018), Demasiada luz en esta noche (Ojo de Golondrina, 2019) y Presagios (Mantra Edixiones, 2019). Además de los libros de narrativa Llamaré al taxidermista (Texto e Imagen/Corazón de Diablo, 2019) y Máscara Maldita (Fénix Ediciones, 2020). Ha sido antologado en Post Judas. Antología de poesía cubano-mexicana (Literal, 2020). Es compilador del libro de culto Historias de sexo, conspiración y muerte (Texto e Imagen, 2017). Obtuvo el trofeo del Torneo de poesía “Adversario en el Cuadrilátero” 2018 —organizado por la editorial VersodestierrO.