Pensamos que era sanguinario y hermoso. Norah,
una niña, dijo: Está hecho para el amor.
“El tigre”. J. L. B.
Se aproximó acechante, las orejas hacia atrás, las garras contraídas, la cola estirada; bajo, ligero. Casi no se escuchaba el trepidar de su cuerpo al avanzar, lento… pero yo sé que vibraba. Se le estremecían los pelos, primera señal, y sobre el brillo de sus ojos hondísimos temblaban siglos de miedo, de cuidarse de otras figuras como yo: dos piernas, dos brazos que usan armas que matan. Lo demás era secundario. El instinto siempre muestra al indomable el foco de su atención.
Él libre, cuando sus antepasados corrían por las estepas; él detrás de los barrotes, cuando el hombre casó al tigre para circo, al tigre para zoológico, al tigre para animal de compañía y exhibición de ricachones poco creativos, al tigre para el cine. Él adentro de la página, en un verso repetido en millones de historias, único presente que aceptaba el temible felino, amable, aunque no por ello menos esclavo.
Me miraba y yo lo miraba. Le rogaba, le suplicaba que confiara en mí. Siempre fui devota de sus rayas brillantes sobre la piel espesa, la actitud señorial, la cara dibujada a mano, por un dios infantil que se dispuso a hacer grabados de líneas con cierta desconocida geometría en las sombras del animal que nacía. Nacía la Panthera tigris, especie de los panterinos, género Panthera. Asiático, predador carnívoro, félido mayor, hermoso hasta el delirio.
El mío era de Bengala. Y era tibetano, lo supe desde que lo vi. Olía a meseta, transpiraba ansiedad. Sabía que yo no era como los otros humanos, pero algo en sus milenarias células le decía que no relegara un centímetro de confianza. Estaba lejos de casa.
Traté de despejar de la cabeza todas las posibles historias que este tigre podría haber vivido para llegar hasta aquel parque de centro de pueblo donde me lo vine a encontrar. Todas eran malas historias. Mi tigre se merecía algo mejor.
Yo disgregaba y el tigre me miraba. Así estuvimos durante horas. Hasta que las tripas empezaron a sonarle. Entonces, un ligero movimiento de la fiera, imperceptible, me mostró que estaba listo para un acercamiento. Simplemente me paré y caminé unos pasos hacia él. No pocos, para no desaprovechar la oportunidad. No demasiados que pudieran ser interpretados como una violación a su gentileza. Volví a sentarme.
Unas horas más tarde, el tigre ofreció otro gesto, uno que invitaba a mucho, que me indicaba que estaba del otro lado de la invisible barrera del miedo. Se sacudió. Dio un par de vueltas sobre su propio eje y se echó. El tigre se echó, ecuánime y tranquilo. Estaba vencido. Lo había derrotado. Era mi tigre.
Era un tigre buscado, seguramente. Sabía, y por eso exhalaba miedo, que más temprano que tarde lo encontrarían. Había salido a buscar a un humano que fuera la excepción, porque su olfato no se equivocaba, la estepa distaba a miles de kilómetros. Me encontró. Su instinto funcionaba. A pesar de ello, me tuvo dieciocho horas antes de permitirme tocarlo, y otras dos para que me siguiera a casa.
Aquel, al que hoy echo de menos con tormento, era un poco todos los tigres. Era el tigre de esa mañana en Palermo, y el tigre del Oriente y el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan, y los tigres que fueron y que serán. Era un tigre hecho para el amor. En las noches de mirarnos junto al fuego, que yo misma hacía para no dejar entrar a nadie a nuestros predios y que mi tigre no fuera descubierto, nos compartimos la vida. Derruidas las fronteras de los hombres e instaurada solo la de la fiera salvaje, fue fácil entendernos. No éramos tan diferentes: nosotros le hemos hecho a ellos lo que otros nos han hecho. Ley del diente por diente, que el tigre en su decursar aprendió.
Para cuando mi tigre me ofreció, más que amor, la confianza de poner su vida en mis manos, todas las leyes habían desaparecido y nos habíamos entregado a algo insólito, que ningún tigre o humano que conociéramos ambos había logrado antes. Éramos uno, uña de su carne y carne de mis uñas. Dormíamos acurrucados y salíamos a caminar en las noches, para no llamar la atención. Entrábamos en el bosquecito detrás la casa, y el mundo cambiaba su acuciante realidad por territorio desconocido. En aquel paraíso, yo caminaba apacible al lado de un tigre de bengala, que me quería incondicionalmente. Y mientras mi mano le acariciaba la cabeza —para entonces no necesitaba nada, ni pareja ni cobijas ni el sentimiento de la precaución— le rogaba otra vez, con los ojos, que me llevara consigo. Sabía imposible cualquier otra opción. Yo podía ayudarnos.
La última noche que pasamos juntos entristeció mi casa del bosque durante largos inviernos, o tal vez fue solo uno, eterno. Él se tiró junto al fuego, dispuesto a dejarse contemplar. Y yo, con el cuerpo en la hamaca y los pies rosando con las puntitas el piso, arrastrando piedrecitas, me dispuse a observarlo. ¡Tanto pasado y tantas experiencias acumuladas en esa gran cabeza que no puede dejar de brillar! Dan ganas de acariciarlo y detener el mundo en la caricia.
Cuando las últimas briznas de madera se quemaban al rojo vivo, destinadas al colapso, Mío —así le había llamado, porque realmente lo creía mío— se levantó y me tumbó la cabeza sobre el pecho y el abdomen y desprendió la tela de la hamaca de sus bordes. Caímos juntos al suelo. La habitación conservaba el olor a la leña y el calor de la hoguera recién extinguida. Retozamos. Y terminamos uno frente al otro, mirándonos hasta clavarnos el ojo de uno en la entraña del otro, en los tuétanos. Era la posición de un abrazo, y eso hicimos, abrazarnos. Y mientras entregaba mi cuerpo frágil a la armazón monumental del temible depredador, sentí una lágrima suya rodarme columna abajo. Olía a sal, a sal del Himalaya.
Y en ese momento el tigre habló. Ni siquiera para contarme su vida había necesitado comunicarse en mi idioma. Tampoco para pedirme ayuda. Pero para la despedida, prefirió hablarme en la lengua que me era más conocida, la materna. Entonces supe el secreto del tigre. Que sí era, como yo había presentido, todos los tigres, el de esa mañana en Palermo, y el tigre del Oriente y el de Blake y de Hugo y Shere Khan, y los tigres que fueron y serán. Era un tigre hecho para el amor. Pero, era, primero que todo, incluso antes que arquetipo, el tigre de Borges. Y Borges lo había visto durante años, también cuando le llegaron las sombras, porque alguno de sus colores majestuosos le era todavía familiar al ojo ciego del poeta.
¿Por eso se rehusó a liberarte? Me quedé con la pregunta en la boca. Mi tigre estaba dispuesto a morir por mí y a ofrecerme su vida, pero no era libre. Era el tigre del verso. Estaba —culpa de su autor— perpetuado a ser visto por Borges detrás de los barrotes, y por los lectores en los repetidos y siempre nuevos tigres que el erudito eligió símbolo, mito, para caminar hacia la irrealidad de la memoria.
Cuando encuentras al tigre en el verso, ves siempre a quien lo vio primero, allí, en la imperecedera visión, hecho para el amor pero enjaulado.
Este cuento pertenece a la antología de cuentos de ficción dedica a Jorge Luis Borges, titulada Borges, el hombre que no sabe morir. Editorial Nueva Generación, Buenos Aires, 2021.
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