Esto no es un memoir, en el rigor de la categoría, pero una despedida a un amigo, un maestro, “una buena persona”, como hubiera dicho él; el poeta más poeta que leí o “el maldito de malditos”, como muchos le solían decir.

"En el país nadie como yo, en cuanto a artistas borrachos se refiere. Nadie" Pedro Gil, El ángel recaído.
Pedro Gil (1970, Ecuador, Manta) murió el pasado lunes 24 de enero de 2022. Sin embargo, se dice que un artista, cualquiera sea su campo, tiene dos posibles muertes: la física y/o la de su obra, si es que la misma cae en el olvido.
Podría empezar un canto mítico para nutrir al genio y figura de Pedro; podría enlistar varios autores “malditos” o hermanos de vida y obra que tuvimos. De hecho, con él solíamos hablar sobre algunos: Vizcarra, Teillier, Foster Wallace, Caicedo, Roht, Ledesma etc.

“La vida no es un sueño, como tampoco lo es el realismo mágico”, me decía por teléfono la tarde que le llamé para agradecerle su libro El Ángel recaído.
Durante la llamada, también me dijo que hablemos en mi programa; y así acordamos una fecha… Pero luego desapareció, hasta nuevo aviso.
Pedro nació la madrugada del 18 de mayo de 1970, y así versa en su poema “Breve biografía”:
“Madrugada de un 18 de mayo Ahí está mi madre fresco aun el crisol de su entrepierna, sudando y pujando dolores para que luego venga yo”
Pedro escribía desde las recaídas y los encierros, aquello que él mismo denominaba poemas demoníacos, “porque ese soy yo: un demonio buena gente Marcelo”—me decía—Y luego continuaba, “yo soy como la muerte, he visto mi parentesco con la muerte: en uno, en dos, en tres Delirium Tremens; la muerte, como la vida, tienen sus demonios. Yo solo los escribo porque si no….”. Escribir para Pedro era leer. Leer con calma, en una calma casi descuajeringada, en un colchón que casi se desinflaba, pero que era mejor que nada; mejor que el frío o el hambre que muerde, como la desesperación de no tener para el arriendo.

Para Pedro sus dioses eran mortales. Varias veces leyó algo mío para aconsejarme con ternura, “Usted tiene algo, pero lo esconde, Marcelo. Usted es de los caballeros que saben lo que dicen. Dígalo y sosténgalo, no recaiga como yo“. Y luego agregaba de manera casi poética, “Las recaídas son para mí como el ataque de pánico que precede a los epilépticos. Se recae en el odio, en la corrupción, en la droga y el licor. Las recaídas son inmortales, Marcelo”.
Pedro también tenía una memoria de elefante. Así, una vez recordó la noche que nos conocimos allá por el 2016.
Recuerdo que tenía una gabardina color café, un sombrero corto y una mano en el bolsillo, y se me acercó:
—Pedro Gil, el poeta.—Me dijo su interlocutor quien tenía aliento a trago barato conseguido en la esquina.
—Se quién es—respondí—dando mi mano.
—La migraña tiene su nombre.—Me dijo Pedro, sujetando mi mano.
Ese día nos agregamos a Facebook y empezamos a hablar… Que Poe, que Vallejo, que Baudelaire, que Pink Floyd… Pedro me pasó un poema suyo cada día, hasta que, finalmente, me envío su último poemario.
Pedro fue un lector brutal, un lector amante, un lector a todas luces; leía porque de esa forma también se sentía cerca de su padre: “Mi padre, mulato, alto, bueno y borracho. Esmeraldeño. Aprendió a leer solo, en el cuartel”.
Pedro y su obra son el ejemplo de como la vida y la convalecencia posicionan la voz de quien fuera el poeta más importante de su generación, algo que a él le importaba poco o nada. Recuerdo aquella vez cuando lo nominaron para un premio, que finalmente no se lo dieron porque las grandes figuras pusieron el grito en el cielo. Pedro se les rió en la cara porque le bastó su “cuarto de fama” para demostrarles que él nació poeta y que su obra fue resultado de tallar en carne viva algo que esté vivo.
A Pedro no lo mató la cirrosis, una sobredosis o la mala leche de muchos que quisieron ser sus “amigos”, sino que un auto y un chofer fueron los responsables. Lamentablemente, de todos los jodidos golpes que le dieron a Pedro, de éste no se pudo levantar. Su poema “jodidos golpes me han dado” dice así:
Linda noche para morir. soledad y lujuria, el plato fuerte. amantes, amigos, autoridades, jodidos golpes me han dado. si supieran lo que llevo adentro: legiones de diablos que no me dejan dormir. pero no tiro la toalla. si quieren pelear sucio aquí me tienen: poemas que son ganchos al hígado y alma, esa es mi especialidad. hagan ustedes lo mismo, el que quiere llegar al cielo debe volar. lindo consejo para morir. Pedro Gil
Perdonen, pero me puse sentimental; lloro al transcribir su poema. Lloro y se me vienen más recuerdos de su voz diciendo, “No, Marcelo, los poetas duros no lloran, pero yo no soy poeta”. Pedrito, lo eres. Eres más poeta que los que dicen serlo, y eso ya es mucho decir.
Hasta siempre, Pedro Gil. Fuiste demasiado poeta para morir.