Esta reseña del poemario “Manos como nubes” (Santos Locos, Argentina, 2021) la estoy escribiendo desde un avión. La vida es un balance y mi odio a volar fue compensado por mi amor a la lectura.
En realidad, pensaba en solo tomar algunas notas para terminar esta reseña más tarde, y luego me puse a mirar las nubes a mi alrededor, pero dado que mi mente no podía parar de hacer asociaciones con el libro, me propuse a escribir durante todo el viaje.
Lo primero que pensé frente a este paisaje que me rodea, mientras el avión rota violentamente hacia el lado derecho de la vida y el sol nos pega en la cara a algunos de los pasajeros, mientras otros siguen disfrutando impunemente de las sombras, es que las nubes, además de generar contrastes de forma sutil (aunque con efectos no tan sutiles), también nos sostienen como lo hacen las manos en este vehículo en el que me encuentro escribiendo. Pero también existe una contracara a este mecerse en esta cuna: las palmas pueden tambalearnos como la turbulencia. Y leo entonces la turbulencia que presenta el primer poema del libro:
Mi cicatriz
es la expensa que pago
por vivir
en este cuerpo
En el viaje de estos breves cuatro versos hay expensas que se pagan por vivir. Y esto también puede verse reflejado en los versos que siguen al segundo poema, “mientras mis padres discutían si llevarme al hospital”.
Desde temprano en la lectura hay algo naíf en el título, algo que suena a jardín de infantes en esa mezcla de manos y nubes, que se empieza a enturbiar como la neblina: “Mi cuerpo no se rompía/ bajo la ducha”, continúan los primeros versos del tercer poema. Ya desde el comienzo podemos ver los contrastes de las nubes, los cuales mencionaba anteriormente, en los escenarios que nos presenta la historia. Las nubes también nos pueden tapar el sol.
Ahora a las sombras se le suma una fragilidad que empieza a asomarse. En el siguiente poema, el cual tiene alguno de mis versos favoritos del poemario, se presenta una nueva faceta de esta trama:
” (…) la anestesia tenía gusto a frutilla
como siempre
lo dulce
antes de la inconsciencia”
Miro un poco el techo de este avión. Las divisiones de los compartimentos. A menos que trabajemos en áreas relacionadas, “compartimentos” es una palabra tan técnica y tan poco amable que solo la usamos pocas veces en nuestra vida. Es casi tan técnica como el conocimiento que tienen que tener los anestesistas. Mientras los poetas divagamos entre los cielos y esas estructuras tan rígidas, esta voz poética que habita entre esos mundos nos menciona los dulces placeres que se abren como una flor de loto antes de la inconsciencia. Y pienso en lo que ocurre con las distintas adicciones. Existe ese breve placer momentáneo que trae aparejado el abandono de la consciencia. Y sin embargo, unos pocos minutos de inconsciencia son suficientes para mantener a tantas personas atadas por años a una adicción ¿Qué es tan atractivo de la inconsciencia? Sigo leyendo en busca de respuestas, y la autora, tan joven como sabia, me muestra la respuesta que se desarrolla como un vehículo a través esta voz poética que me atrapa: “mi padre me sacó a upa/ en el ascensor”. Ahora la clínica está incendiada y no todos los enfermos que están en ella son amables; algunos son crueles, otros son espejos. Pero la protagonista de esta narración, que yace entre los versos, fue previamente, literalmente, sacada del hospital y llevada en brazos por su padre antes del fuego y los escombros.
Tenemos entonces la imagen de una nena a upa, en brazos, hecho que me hace volver, irremediablemente, al título: Manos como nubes. Y mientras hago asociaciones se revela un poco más de este padecimiento en las manos de esta niña, ese que la lleva a terapia de rayos, “tuviste cáncer // mis padres solo pudieron decirlo en pasado”. En este punto del libro, que extrañamente coincide con una terrible turbulencia en mi avión, el lector empieza a sentir el primer golpe fuerte de la historia, pero no el último.
Algo me está oprimiendo —y no es mi cinturón o el barbijo—, es esta historia que se esconde detrás de los primeros poemas. Y la estructura de esta historia no es la clásica: introducción, nudo y desenlace; como menciona la voz poética, “perdón pero no puedo organizar esto/ no hay tragedia en cinco actos”. Cinco actos, cinco dedos, pienso.
Casi sin respiro, seguido al pico de tensión y recuperación de esta enfermedad, llega paso seguido, una muerte. Se trata del fallecimiento del padre de la protagonista, aunque, como figura en el siguiente verso, “nada se hace pequeño cuando muere”. Y este fallecimiento no es la excepción. Hay un halo de desesperación de trasfondo entre una naturalidad propia de la niñez, una desesperación en la que puedo ver el reflejo de William S. Burroughs, “la desesperacion es el material crudo del cambio”. Y esta sucesión de hechos dramáticos solo puede llevar, irremediablemente, a un cambio.
Mientras la azafata nos sirve comida, leo este verso del poemario, “en el cielo no hay nada de qué agarrarse”. Miro las nubes y pienso que se nos escapan de las manos. Ese hecho es distinto en la tierra porque cuando los pies están bien firmes en el suelo uno puede usar las manos para agarrarse de muchas cosas; incluso para agarrarse de los pelos de una madre para liberar las tensiones de un duelo compartido. Así sucede, acto seguido, en este poemario. Lamentable o afortunadamente, liberar tensiones con las manos no basta para apagar ese dolor:
” (…) se necesita mucha más fuerza
para apagar un fuego
que para crearlo”
Como dicen estos versos, se necesita una fuerza especial para apagar el fuego de la vida y una vez que se logra apagar, hay que aprender a “medir el tiempo con la distancia” y aprender a caminar lento. Aprender a adaptarse como un sobreviviente más. Y para eso no estamos siempre solos, sino que hay ayudas en el camino, como las manos contenedoras de una abuela.
A su vez, a veces puede haber brazos temblorosos que apaguen las luces, como dicen los siguientes versos de los poemas que siguen, “para cuidar a los que duermen”, porque en esa oscuridad hay reparación, hay descanso y hay un soltar. Es decir, hay manos que sueltan en la noche. Aunque, a veces, “No hay fondo que alcance”.
Y este dolor sin “límites” aparece justo en un momento en el que los límites se cuestionan en el poemario. Se revela otra violencia en esta trama poética, la violencia de un sistema patriarcal que se entrecruza en pleno duelo y reflexión existencial:
“(…) La poesía me va a estrangular
como los hombres que más quise […]
Si de verdad querían cuidarme
por qué dejaron
que me abran
Y sobre todo,
por qué dejaron que me cierren”
Este poemario no deja aire, es casi como el barbijo que estoy llevando en este avión entre estas nubes.
Los poemas mencionan fragmentos, reconocen la reconstrucción en reiteradas ocasiones, pero es, paradójicamente, uno de los poemarios más “enteros” que leí en mucho tiempo. La unidad que conforman los poemas entre sí, más el efecto de los títulos no separados del cuerpo de los poemas, generan un efecto muy compacto como una roca que, aún así, vuela.
Manos como nubes es un libro que no fue escrito para leerse por fragmentos. Este libro se debe tomar como un tequila: sal, limón y un saque. Tiene esa brutalidad que no puede sino sacudir, y a su vez despega y aterriza como mi avión. Vuela, pero sin olvidarse nunca de la posibilidad de estrellarse, ni del piso que a veces no tiene bordes.
Busco de nuevo en esta totalidad, en esta unión, a la voz poética consolidada con el correr de los versos, unificada y doblada sobre sí misma. La encuentro con éxito: “salí envuelta en papel film/ y aún así el viento me llevaba/ como una bandera”. Esta totalidad tiene viento y límites confusos, pero como una bandera también tiene un asta, tiene base. Y esas manos que se fugan también escriben, graban, tatúan. Y esas manos, alguna vez atravesadas por tratamientos invasivos, pueden tatuarse, reescribirse.
Las cicatrices no tienen la última palabra en esta historia que propone una búsqueda que parte de las impresiones de la materialidad. Luchamos con todo el cuerpo: somos cuerpo con todo lo que eso conlleva y la nada que eso implica.
Me pregunto si el exceso de foco en las manos no le quita protagonismo a los pies. Porque los pies son grandes héroes de esta historia poética y autobiográfica: pies que permanecen firmes y dan batalla desde la permanencia.
Ahora estoy aterrizando, por ende, cierro estas páginas y lentamente miro hacia el costado para volver a la realidad como quien fue testigo de un accidente y tiene que reconectar con lo que nos rodea.
Después de leer este libro quiero más que nunca tocar la tierra. Idealmente, tocar la tierra con las manos como hizo la autora, sabiendo que la única tranquilidad posible cuando cerramos los ojos es que las nubes, tarde o temprano, se disipan y, algunas veces, podemos ver mejor a través del vidrio de nuestros cuerpos.