Conocí a Nikos Kazantzakis… porque la vida se arma de azares concurrentes, y a mí, que soy una mujer tocada por la gracia, suelen sucederme este tipo de acontecimientos extraordinarios con mis colegas, vivos y muertos. Hay un mundo inefable, paralelo, donde Nikos y yo somos amigos, y él me reserva sorpresas que un día van a aliviar quién sabe qué decepción.
Era principios de 2019, estancia en Buenos Aires, yo andaba por los caprichosos vericuetos de internet, leyendo epitafios, con la intención de escribir un cuento que nunca llegó a cuento. “No espero nada, no temo nada, soy libre”, leí. ¿Quién era ese Nikos que se había expresado en la misma nota melódica que mi cuerpo me gritaba? ¿Quién, el griego, famoso, que había desconocido, pero que estuvo nominado nueve veces al premio Nobel de Literatura, y lo perdió dos años consecutivos por un voto frente a Juan Ramón Jiménez y Albert Camus?
Por aquellos días estaba ensayando la reescritura de una novela epistolar, fracasada en un proyecto conjunto con un viejo traidor. Uno de mis personajes era un poeta y traductor, cretense, que pasaría la vida en el exilio intentando no temer, no esperar; intimando con el peligro de la libertad. Kazantzakis apareció como un acto de fe. Me puse a buscar desaforada sus libros, pero no iba a ser fácil conseguirlos. La mayoría de sus títulos no estaban en el mercado argentino, y el amado país del sur vivían un proceso inflacionario que ponía los precios de los libros en espacios inaccesibles.
Comenté mis inciertos deseos con un amigo, que regresó ya tarde. Entre las manos traía Lirio y serpiente, la primera obra del poeta, una letanía epistolar de un lirismo estrepitoso. Le había costado una fortuna, pero creyó que lo valía. Lo valía. A los veintidós años Kazantzakis había dejado sobre el papel un desesperado conjuro de amor que llevaba el nombre de Kathleen Forde, irlandesa maestra de inglés de Nikos, de la que presumía, en la contratapa del libro, haberse enamorado perdidamente.
Desde entonces Nikos se convirtió en una obsesión, y durante un tiempo me bastó con esa obra de nunca acabar. Nikos decía cosas tan inquietantes como: “Tengo fiebre. Dolor. Aquí, aquí en el pecho. Siento como una llama que recorre furiosa mis venas. Creo que, si me corto una arteria y dejo manar un poco de sangre, me tranquilizaré”. Y otras tan bellas como: “Deja que mi mano se pose en tu frente y refresque tu pensamiento”. El griego sería desde entonces parte de mis días y entre los dos establecimos un diálogo ininterrumpido.
De regreso a mis lares mexicanos, y también de casualidad, entré a una tienda departamental, de esas que tienen una pequeña sección de librería. Estaba buscando no sé qué, cuando me saltó a la vista Carta al Greco, autobiográfica, blanca y marrón la portada, gritándome desde un estante. La primera gran impresión de leer algo de su vida de su propio puño fue saber que Nikos nunca estuvo enamorado de Kathleen, y que aquel idílico amor, perturbador, de Lirio y Serpiente, no era más que una invención del hombre para deshacerse de superfluos sentimientos que por un instante pudieron azotarlo. Sí, me ratificaba la teoría pessoiana de que “El poeta es un gran fingidor, que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente”.
En Carta al Greco supe de sus viajes, de sus misiones diplomáticas, sus entuertos amorosos, el descubrimiento de la belleza, el ansia de encontrar a Dios o a sí mismo. Supe que ambos habíamos andado el borde de un desfiladero, el de intentar no ser un hombre/mujer común, y eso nos unía más que nada.
Mi novela epistolar fue escrita durante el año que siguió al descubrimiento. Muchos de aquellos versos que escribió Tassos, mi personaje coterráneo con Kazantzakis, fueron dictados por él. En noviembre pisé los pagos atenienses con varios deseos en el esternón, entre ellos visitar Creta. Corrí el maratón original de Atenas, contemplé los montes donde Kazantzakis se enamoró de su historia, y leí, otra vez leí, las líneas ya vistas, tratando de descubrir lo nuevo. Pasamos noches de insomnio de aquel otoño ateniense, que hoy parece distante, desentrañando el arma que la pluma te otorga. Consolidamos el vínculo y nos revelamos, incluso, dos o tres secretos que por cortesía guardo para mí.
Me quedan muchas de sus obras por conocer. El cine ha hecho famosas varias de sus novelas: La última tentación de Cristo, o Zorba, el griego. Pero para Occidente Nikos sigue siendo un misterio, mientras que para mi anfitrión en Atenas no era menos que un loco. Yo elegí voluntariamente dejar el resto de sus lecturas a nuevas casualidades; un agasajo del tiempo. En aquel viaje fue imposible cumplir los deseos de llegar a Heraklion, a sus orígenes, a su lápida. Anduve tras él sin saberlo. Me hospedé un par de días en Aegina, una hermosa isla del Egeo, antes de descubrir que allí vivió Nikos. Nunca lo tuve entre los brazos, pero lo senté en mi corazón como si lo hubiera querido, como él hizo con su maestra.
La puerta quedó abierta entre nuestros mundos. Le hice mi homenaje literario y a cambio tomé sus enseñanzas con el mismo delicado encono con que nos alimenta la belleza. Volveré a Grecia. Navegaré los mares hasta Creta. Me sentaré al pie de su tumba. Algún día. Tocaré sus huesos y recitaré sus versos. Yaceremos juntos, sin esperar, sin temer. Al fin, libres.