Historias de Aquitania: El hombre solo

¡Pobre hombre solo! Camina por una lóbrega arteria de Baltimore a mediados de un siglo que se industrializa, obnubilado por las luciérnagas en el cielo. Ya no reconoce su ciudad. Algunos dirán que tiene el cerebro inflamado; otros, que ha bebido de más. Sobre las esquinas de un barrio recóndito ve levantarse una mansión como un castillo. “Casa Usher”, denuncia el arco de entrada. Se le atraviesan dos gatos negros; uno es sombra, el otro trae una mancha blanca y blanda en medio del pecho. Zigzaguea el hombre solo; insisten en que delira. A veces se arrastra como alimaña, para luego asomarse a las ventanas queriendo volar hacia adentro.

¡Pobre hombre solo! Era huérfano, indicaron los periódicos los días posteriores a su muerte, y lo siguen divulgando hoy como noticia nueva. Todavía hay lectores que se sorprenden de tan grande genio que sostiene tantos secretos. Pasaron casi dos siglos de deambular por las calles a las que no sobrevivió. Y allí sigue, esperando a que su amigo lo encuentre, lo lleve al hospital y muera. 

¡Pobre hombre solo! Una novia permanece en el altar. Unión acordada que, de todas formas, lo llena de sorpresas. Dicen que ella aún lo busca. Que él no quiere verla, solo escribirla, disfrazarla de palabras y rehacerle la historia, como se contó la propia. El niño que sin padres fuera amigo de los esclavos negros escuchó sus leyendas, los mitos, fábulas fantásticas y terroríficas. La frontera indómita fue derribada con muy pocos años; ya no hubo talanqueras ni murallas en su memoria de infante desgraciado. Tomó lo que había sido más real.

¡Pobre hombre solo! De joven escribió versos, algunos en el mismo tenor del delirio que lo acompaña por los intríngulis de la vieja Baltimore los días antes del cadalso. Desde el fondo de un río que antiguamente le dio a la ciudad la categoría de portuaria, el hombre escucha los latidos de un corazón encendido pero hundido, vivo pero sepultado, acusador. Dicen que, por el estilo, teorizó dos o tres crímenes que el Patapsco guardaba en su memoria pasajera, y esos crímenes luego se cometerían en el cine, en las historias estrelladas junto a los fuegos de los hombres, en el imaginario del mundo. ¡Vaya manera de anticiparse al futuro!

¡Pobre hombre solo! Su verdadera suerte tenía que ver con el pasado. Había despertado, en su fantasía, a una momia egipcia, enterrada viva, lo mismo que el corazón —tal vez su corazón—. La momia viaja hasta el tiempo de su creador para desmenuzar la historia y hacerle ver que el universo humano está perpetuamente detenido en las mismas hilarantes expresiones con que nos relacionamos siempre. Decía que conversaba con la momia, y eso ya era un poco más difícil de creer. Algunos se alejaron. Él se alejó de algunos. Lo miraron raro, como a un loco, un adicto, un alucinador. ¿Qué culpa tenía de parecer un hombre tan solo?

En esas mismas calles de Baltimore donde fue a reencontrar a sus personajes bajo las tinieblas definitivas, había escrito sus mejores historias. Ya entonces era necio, pobre hombre, pretendiendo vivir del arte de amansar las palabras para que parezcan menos bravas. Los iracundos hoyos negros que removió en su fervor de la oscuridad vinieron a ser considerados aporte a la humanidad tras la contienda sicológica que significó —además— la Primera Guerra Mundial. Habían pasado más de sesenta años de que el hombre solo, perdido en las calles de la juventud, buscara descorazonadamente a sus fantasmas.

Dicen que su padre postizo lo quería abogado, comerciante. Pero la dulce criatura cósmica leía a Lord Byron y sedaba los dolores de la soledad con láudano. Pobre hombre solo. Tenía deudas de juego, vidas a crédito, la solitaria prestancia de los desafortunados, aluvión etílico en las arterias, escasez perenne de capital y un genio que se imponía a la locura, de la cual sus propios personajes lo acusaban. Se dice que llegó allí intentando descubrir los intersticios del alma, sus detonadores de dolor, angustia, de miedo. Su compromiso con lo umbrío fue perentorio.

Era despiadado con los descalzos de talento, y mereció algunos notables enemigos; negocio muy lucrativo para los editores que lo publicaban y vendían sorteando la paz de la gente, mientras él conservaba los dientes en el suelo, en la misma desesperada miseria de toda la vida. En minúsculos instantes de luz alcanzó a sostener el hogar con decoro, demostrando que la mayor locura no venía de sus monstruos y cadáveres vivientes, sino de ese mundo del que descreía, y que, sin necesitar conocerlo, lo leía.

“Qué Dios ayude a mi pobre alma”, dice el hombre solo cuando el manto tenebroso en que ambientó sus espeluznantes relatos cae sobre su cabeza de soñador. El que lo tradujo al español, uno de los genios a quienes inspiraría en las postrimerías de varios movimientos de vanguardia, había dicho ya que aunque era el más solitario de los hombres, no sabía estar solo.

No impidió su desafío constante a las fronteras de la vida y la muerte que a la hora de cruzar el abismo, temiera. Él, que había sido el genio condenado a la estepa solitaria de sus virtudes, hizo de su muerte el mayor misterio literario; porque sí, porque era honorable a su carrera labrada en el enigma. Quien no entienda eso, todavía ahora, no sabrá quién era este pobre hombre solo del que hoy he querido hablarles…


Nota del autor: Este relato de la ficción abre la segunda publicación de Editorial Aquitania Siglo XXI en la línea Clásicos: Historias alucinantes: EDGAR ALLAN POE (Ilustrado). Volumen 1: El gato negro y otros relatos. Que reúne algunos de los más importantes cuentos del padre americano del terror.
En este link puedes conocer la obra y encontrar un fragmento gratis del libro.

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