Esta es la primera vez que sale “Las historias de Aquitania” en La Ninfa Eco. Quiero compartir aquí mis ofrendas, hechas o apenas soñadas, a escritores que he leído, admirado; aquellos que me han tocado la piel o me han regalado nuevos mundos con nuevas fantasmagorías. Sin embargo, en esta primera columna voy a compartir la historia que una amiga muy querida, la científica y escritora Annia Galano, mi socia en Editorial Aquitania Siglo XXI, escribió para el primer volumen de nuestra serie de Clásicos: Historias inolvidables: HORACIO QUIROGA. Volumen 1: Cuentos de la selva y otros relatos.
Además de escribir “Quiroga imaginario”, un poético y vertiginoso relato de lo que pudo ser la vida de Horacio Quiroga en sus selvas, Annia ilustró todos sus cuentos (una de esas ilustraciones acompaña este texto) y pintó la portada, oleo sobre lienzo, titulada Watching Flora. ¿Merece ella también mi homenaje, cierto?
Los dejo con su relato. Gracias por sus ojos.
Quiroga imaginario. Annia Galano.
El sol te espía a través del follaje de la selva y desata en tu sombra la silueta de un tigre anclada a tus tobillos. Sacudes un pie, el otro, las dos manos, la cabeza enmarañada. El felino repite cada gesto. Duelen la vejiga y los recuerdos. Orina escasa. Memoria sedienta.
Chiquitos, ¿han escuchado alguna vez el rugido de una bala? Yo he escuchado muchos desatorando fusiles agoreros. Tres de ellos hunden garra en las simientes de mi testa. Dicen las abuelas, que saben casi todo y el resto lo imaginan, que los recuerdos nacen a los cinco años, uno o dos antes cuando mucho. Los míos deben haber desconocido tradiciones. Despertaron a los dos meses con un plomo atravesando a un caudillo riojano al que hubiera llamado padre el resto de mi vida. Lo vi todo, hundido entre dos brazos como ahora hundo pie en hojas macilentas, esquivando rocas y serpientes ofendidas.
Marcas territorio con tres gotas, tres gritos, tres furiosas maldiciones. El tigre de tu sombra se estremece adolorido. Las hormigas desvían rumbo, bordean los lagos sanguinolentos con naricitas asqueadas y andar tenue. Una araña se acomoda en la deshilachada catarata que desciende de tu mentón estrecho y movedizo. Comienza a tejer, despacio, el hilo de palabras que rebotan en los árboles.
Chiquitos, no acerquen la barbilla a la trompa metálica y ruda del Winchester. No pisen el gatillo con pies desnudos, resbalosos. Un hombre lo hizo una tarde de nubes aceradas. El resto del cuerpo detenido a media frase. Mi rostro asomaba dieciocho años por la rendija de la puerta semiabierta. Volaron abejas pequeñitas en todas direcciones, el techo quedó decorado con manchas rojas como estrellas moribundas. Las observé por largo tiempo. Descubrí en ellas polen, desaladas mariposas, bicicletas, guisantes hervidos, piedrecillas, pecas de adolescentes sonrojadas, ilusiones descompuestas. Inmune al tiempo y las pupilas, el cerebro derramado de mi padre elegido.
Alentas pasos y esperanzas, las rótulas-clavijas se rinden al peso del evidente desatino que invade tu cuerpo con sigilo felinesco. Tiembla en tu barba la tela frágil ante el aleteo prematuro de las moscas. Caes sobre tu propio tigre, fragmentado en pequeñas y tercas mantarrayas. Sientes aguijones en la espalda, el ombligo, lo que esconde la bragueta.
Créanme, chiquitos, si les digo que a cualquiera se le escapa la ira de la pólvora en apenas un descuido. ¿Tienen un amigo? Seguro que lo tienen, pero me refiero a uno de esos que naufragan por nosotros en arenas movedizas, escarban los dientes del jaguar al mediodía, acarician el rechinar de potros indomables, untan con aceite arrugas escamosas. Uno que es el otro, el bueno, el que alumbra las noches con luciérnagas. Si lo tienen, manténgalo alejado del ojo negro en la limpia de revolver que antecede a un duelo. Cuiden que el disparo no los sorprenda distraídos.
Espuma en tu boca la mueca con la que purgas pasados y te adelantas al abismo. A tu lado, un elefante deambula cabizbajo. Agradece tu amistad liberadora. Con la pata cierra de un pisotón las mandíbulas del tigre ya difuso. Lo ves perderse entre humedades en las que no reconoces el perfume de la selva. Se disuelve el entrañable aroma en niebla de amarguras almendradas. Una sábana blanca envuelve el estertor de tus pulmones.
¡Ay!, chiquito, en mi testa aún resuenan tres disparos.