A Lichi —Eliseo Alberto de Diego García Marruz— lo conocí por destino, porque no había forma de que ese hecho, tan casual como obligatorio, no sucediera, irremediablemente. Los dos cubanos, padres poetas; los dos emigrantes, exiliados en México, transterrados en los laberintos del amor como único modo de salvación. Los dos amigos de sus viejos amigos. Él tres décadas mayor, este año hubiera cumplido setenta, mientras yo arribo a la desconcertante quinta década. Su primo – mi amigo; su padre – mi poeta de La calzada de Jesús del Monte; sus tíos, los Vitier-García Marruz, figuras invencibles de nuestra diminuta isla cultural que forjaron la moral y los preceptos literarios también en mi hogar de humildes intelectuales… Lezama padre mítico, lo mismo que para Gabriela que cree encontrar en las novelas de Lichi las Eras imaginarias de las que hablaba el gran hipopótamo lírico.
A Lichi, Gabriela dedica, desde hace un tiempo ya, su inaugural labor académica en las letras. Estudia sus novelas del exilio, porque ha creído que son las novelas que a ella le hubiera gustado escribir. Porque le gusta que el héroe sea el Amor, aunque con este recurso pueda tocar, en algún punto de la infinita circunferencia que lo rodeaba, la locura o la cursilería. Porque ella, como él, cree que “los muertos que uno ama nunca mueren” y que la muerte con amor es solo otra forma de vida. Porque ella, como él, ha intentado construir con puentes de nostalgia los paraísos perdidos en el recuerdo o la memoria.
Este —me gustaría compartirle a los lectores— será el primero de varios artículos, parte de mi estudio, que durante 2021 saldrán en las revistas La Mascarada y La Ninfa Eco, ambas publicaciones de divulgación, comprometidas con la literatura como sortilegio y, en su más alto grado, libertad. Tengo el honor de estar cerca de ambas, y de que sus directores, Diego y Gaby, me concedieran el privilegio de inaugurar una serie de publicaciones sobre Eliseo Alberto, que tiene dos objetivos centrales: divulgar la obra del gran fabulador del tigre de bengala, y homenajear esos setenta años que en septiembre hubiera cumplido. Muchas de las voces que estuvieron cercanas a Lichi, antes o después, se han dispuesto a ofrendarle sus afectos y ayudarme en la tarea de rescate. No me siento en un barco a la deriva, sino en un gran buque de exploración a punto de partir hacia la larga noche oceánica…
Agradezco de antemano a quienes me han dicho “sí, sí, sí, siempre, sobre Lichi, lo que quieras…”. Obviamente, esa magia la engendró él, nada tiene que ver conmigo, excepto que me privilegio de ella. Ojalá pueda devolverle a Eliseo Alberto lo que me ha dado, simplemente, como lectora de sus historias.
Los dejo con un ensayo de la introducción de esta investigación que pretende, además, trabajar en la edificación de otros puentes, que pendan entre el reducido círculo de la academia, que tanto conocimiento baraja a diario, y el de nuestra humanidad, común y de a pie, donde se urden cada día las majestuosas historias de grandes escritores como Lichi.
Durante el año 2018 la vida estaba tan agitada de proyectos, viajes, libros y aventuras, que en la desorganización de ese tiempo le pedí a mis amigos Annia y Raúl recibirme de huésped unos meses en su casa. A principios de 2019 me sucedió otro acontecimiento extraordinario, abrí mi primer taller de escritura en una seductora terraza de la Roma Norte, hogar de “Gracias comedor”, del chef Diego Morones. Diego, que sería desde entonces miembro de mi taller, había sido una década atrás alumno de Eliseo Alberto Diego. La conversación sobre el escritor cubano se impuso. Annia, que era entonces amiga, cómplice, y también miembro del taller de Desarrollo de Obra, me regaló Informe contra mí mismo[1].
En los siguientes días leí este libro como se lee siempre: apresurada por encontrar las respuestas de una historia que yo no solo conocía muy bien, sino que había vivido como protagonista y testigo. Desgarrada. No era la primera vez que me pasaba descubrir “el agua tibia” del exilio. Había sucedido unos años antes con Reinaldo Arenas y su igualmente famoso testimonio autobiográfico, Antes que anochezca. Me di cuenta de que en Cuba no había conocido a prácticamente ninguno de los escritores cubanos de la diáspora, aunque había nacido en un hogar intelectual de la Revolución: hija de madre editora y padre poeta y periodista. ¿Cómo era posible?
No solo no conocía estos libros tan hondamente cubanos, nunca había leído la obra de estos y otros autores, novelistas, isleños emigrados, exiliados de corazón. Autores que, como yo, habían padecido la tortuosa nostalgia de las despedidas y el desarraigo. Por supuesto, me puse a remediar mi falta inmediatamente.
Conservo muchas deudas, porque cuando comencé a leer las novelas de Lichi, comprendí que estaba entrando en una selva virgen: una estepa de tigres de bengalas, bailarinas y magos, soldados suicidas y hombres exhibidos en zoológicos. Un camposanto del amor y la muerte, de la locura y la inocencia, de la fatiga de la vida en el exilio y la nostalgia tremenda que ahogaba al escritor tanto como a sus personajes. Una nostalgia que yo conocía perfectamente, y que había sido incapaz de mirar desde afuera con la luz con que Eliseo Alberto había decidido dejarla inscrita en decenas de personajes, multitudes nostálgicas de todas las provincias del mundo, pero especialmente de una, La Habana…
[1] DIEGO, Eliseo Alberto. Informe contra mí mismo. Alfaguara, 202, México.