Antes de entrar en tema —en el tema que es esa poeta argentina, radicada en Oxford, directora de La Ninfa Eco, hacedora de versos y de redes, saltarina de los puentes e irreverente de lo irreverente—, quiero excusarme con los lectores, y pedirles que no tomen a mal que hable en esta revista de quien la dirige. Es importante decir que no hay afán promocional o de autobombo en ello, excepto porque es posible que por sí mismo el texto nos dé más de lo que esperábamos. Su musa es así, una mujer que está dando cada segundo más de lo que puedes comenzar a imaginar. Véanlo como una prueba de cariño y admiración, es mi pedido.
Conocí a Gaby Sambuccetti, la mujer cometa, como los tiempos modernos demandan: por mensajes de audio. Desde esa primera experiencia, Gaby me mostró ser de las personas sin bordes ni fronteras. Ese día tuvimos una larguísima charla por mensajes de audio y terminaron gestándose sueños a causa de los cuales hoy escribo estas líneas. Y sí, Gaby parece no tener límites con casi nada. Por eso ha recibido este apelativo de “cometa”, y porque su fuerza, su ventura y su quehacer son innombrables, supera todo. Pero esto lo digo después de un año conociéndola solamente a través de este íntimo y frío Internet que hoy une al mundo separado. Internet por el que a veces, no obstante, vi sus ojos inquietos que se atristaban; vi su boca hacer este gesto de cuando se está agradecida y no se sabe qué decir, y de todas formas se dice. Gaby siempre tendría qué decir; y siempre querríamos escucharla.
Esta imagen de mujer ahondada en los peligros de la poesía, con sus quebrantos y agradecimientos, la vi por Zoom en diciembre pasado, mientras presentaba el libro del que hoy voy a hablarles: The Good, The Bad & The Poet. En ese título está contenida ella, autobiográfica, abierta, pulcra, sincera. Como sinceros serán los versos que hallamos dentro, genuinos, sin que por eso la franqueza del alma le gane a los tejemanejes de la poeta con su arma letal, la palabra. Pensé en decir instrumento, pero elegí arma, porque para Gaby los accesorios del mundo literario son armas de conquista. No hay esquina a la que no haya intentado llegar, y no hay mayor asombro que el del lector cuando descubra que esa mujer cometa, que despega de un planeta y aterriza en otro con la misma facilidad con que nosotros nos desplazamos de una habitación a otra de la casa, es una urdidora de versos fragilísimos, que contienen las grandes verdades del universo. Entonces Gaby, estrella ella, se sienta en paz —esto lo imagino yo—, pone el celular a un lado —siempre está ahí: tiene una ubicuidad digital de miedo—, pone el resto del mundo al otro lado, y se enfrenta a la plenitud de la consciencia. Escribe:
Somos menos que polvo.
Somos una hoja que cae.
Y la belleza está escondida
en la manera en la que caemos.
El tiempo se ha detenido. El pensamiento se ha detenido en el tiempo. La poesía se revela como un acto de gracia, como una maga que pone en la mente del poeta la madurez de un verbo: comprender. Y no se comprende nada a lo que no se le ha dedicado muchas horas de insomnios, pero también de contemplaciones. La poeta logra, de esta u otra forma que ignoramos, encontrar en sus mieses las armas para nuevos versos; versos tristes, versos grandes que vamos a recordar y repetir por toda la eternidad. Después, la vida vuelve a suceder en las fronteras invisibles donde ella se mueve, y todos los demás volvemos a leer a Gaby, a hablar de Gaby; algunos, a invocarla, como yo.