Las novelas El grito (1979) y El corazón del lobo (1982) del escritor Rafael Soler (Valencia, España, 1947) fueron dos sorprendentes obras posiblemente fuera de lugar. Dos obras difícil de encuadrar, por mucho que consideremos toda novela experimental heredera de ese breve periplo que nos empeñamos en trazar en línea recta desde los años 60.
Yo no viví aquel momento y desconozco la recepción que pudieron llegar a tener. En la web se encuentran reseñas congeladas en el tiempo, con fotos, entrevistas, y algún subepígrafe hablando de aquellas novelas iniciáticas con el apelativo de “obra de culto”. De hecho, leídas hoy, adquiridas por internet, en librerías de viejo, después de conocer en persona al autor y ojear por las aguas superficiales de Wikipedia, asestan un golpe a nuestra creencia permanente de que la literatura, como cualquier otra rama del arte, anda siempre superándose.
Estas dos pequeñas nouvelles nos dejan la sensación de que “todo está ya escrito”, de que las fórmulas para romper la dichosa estructura tradicional ya fueron descifradas hace mucho tiempo.
La literatura de aquellos comienzos de Rafael Soler, es literatura en la que hay que dejarse caer, adentrarse en la confusión consciente, y confiar en que del exceso uno saldrá comprendiendo algo de un momento a otro, sobreacumulando experiencias personales, hilando nombres de personajes, muchos sólo conocidos “de oídas”, instantes y hechos de un pasado, de un futuro, traídos a ese presente continuo que se derrama a base de pensamientos, fugaces diálogos y todo tipo de referencias fluctuantes. Al fin, personas confusas que eligen instantes confusos para contar su vida.
En El grito una pareja separada queda a cenar la noche de fin de año, quizás por no pasar esa fecha tan marcada en la absoluta soledad; quizás porque todavía tienen algo que decirse. En El corazón del lobo, una mujer divorciada, de viaje en Menorca, relata detalles medio falsos, medio ciertos, a un chico en una discoteca, mientras su ex, de vacaciones con una joven, no puede evitar ir a su encuentro.
Lo más interesante de la escritura de Rafael Soler en aquella época de la transición democrática, donde (no lo viví) todo era (debió ser) aliento y saltos adelante, pero sin dejar de echar un ojo atrás, era la forma de componer, más allá del argumento, la biografía de los personajes. También su poética. Y también el tratamiento de la inevitabilidad.
A partir de un inestable juego, una fina deconstrucción-reconstrucción, donde las consecuencias se anticipan a los hechos que las causan, y nos permiten ir comprendiendo (y hasta compadeciéndonos de esas personas llegadas), entre la vejez prematura y la eterna inmadurez, a la frágil línea de la vida adulta.
Ambas novelas relatan el fracaso de aquellas relaciones que vivieron todos los males de su tiempo, que venían con sus aspiraciones por delante, pero vivían adheridas al pasado. Ambas son, sin embargo, aunque parezca extraño, tan actuales que podrían haber sido escritas las pasadas vacaciones de verano.
Lo que sigue es la entrevista que le hice meses después de conocer al autor, de saber que tras estas y otras breves experiencias literarias se sumió en un silencio que ha durado más de 20 años y con el fin de tratar de comprender el impacto que pudieron llegar a tener estas dos novelas experimentales en unos momentos tan inciertos y cómo les sigue tratando el desgaste del tiempo:
¿Qué sensaciones recuerdas te abordaron, como autor novel, al publicar, aun a riesgo de pecar de exclusivo, unas obras que todavía hoy podrían sorprender por novedosas y experimentales?
R. Recuerdo una insensata mezcla de euforia y plenitud, sensaciones muy propias en quien ha peleado mucho y considera que ya ha llegado a un sitio, pero ¿cuál? El grito se publicó en 1979, y cerraba una etapa de casi cinco años de tanteos, si por tales se entienden cinco novelas que se quedaron en un cajón, cada una algo mejor que la anterior, pero todas con sus puntos de fuga, sus párrafos mal hilvanados y diálogos que apuntaban maneras y un poco más. Hasta que cuajé en apenas un mes El grito, y supe, insensato osado, que era el momento, que aquellas cien páginas funcionaban y eran lo mejor que yo podía dar como contador de historias, bien leídos Cortázar, Juan Rulfo, madre mía Juan Rulfo, Manuel Puig y Delibes, entre otros maestros, lugar destacado para Ramón Hernández, un grande.
Desde muy crío, juraría a los trece, yo quería ser escritor, yo quería ser escritor, yo quería ser escritor. Y cuando El grito ganó la Primera Bienal de Literatura de Ámbito Literario, envié un ejemplar a los que consideraba mis colegas, dicho sea esto con el mayor respeto y consideración. “Amigo Soler, enhorabuena por su novela ‘El grito’, que tan amablemente me envió y he leído con mucha atención. Siga escribiendo así, con total libertad”, correspondió generosamente don Miguel a mi primer asalto a su buzón. Después hubo más, siempre atendidos en tarjetones blancos con palabras de orientación y ánimo. Corría el año de gracia de 1980. Todo estaba aún por venir y esa mañana, con las palabras y el abrazo de don Miguel Delibes en el bolsillo, por primera vez me sentí escritor. El corazón del lobo, también una novela corta pero con mucho más tiempo de cochura, ganaría dos años después el premio Cáceres, con un jurado presidido por don Ricardo Senabre. El novel ya no era tan novel y estaba, como diría un castizo, lanzado.
¿Las concebiste como obras independientes o tenías algún proyecto que las englobara?
Son dos obras, cada una en lo suyo, que recogieron las inquietudes, la mirada, y la respiración de su autor en ese momento, escritas libérrimamente y con vocación de riesgo y de lenguaje. Ahora, con perspectiva, no es difícil descubrir aspectos comunes: la incomunicación, el tedio como daño en las relaciones de pareja, el monólogo interior como eficaz apoyo narrativo, el empleo abundante de imágenes y metáforas…
¿Qué reacciones te llegaron en aquel momento, tan alejado ya, de esta era de redes masivas e inestables, desde tu entorno más cercano y desde el mundo literario?
“Fueron años de apenas unos meses”, como digo en un poema de mi libro “Maneras de volver”, publicado en 2009, “que iban de paladar en paladar / y boca en boca / susurrando el misterio”. Los que todavía no estábamos, pero ya éramos con algún texto publicado o a la caza de su ISBN, celebrábamos lo grande y lo menudo. Así que aquellas dos novelas recibieron más de una palmada en sus jóvenes espaldas, propinadas por compañeros como José María Merino y Eduardo Mendicutti, también en sus primeros escarceos. Años de ilusión y desafíos, mucha lectura y el mundo por montera. Porque así debe ser: escribes para respirar, para conocerte y reconocerte, casi nada, y todo ese proceso, intenso, lleno de vacilaciones, de pequeños y grandes fracasos, culmina, si alguna vez culmina, en un texto que ya sale en busca de su lector.
¿Cuál fue la anécdota más curiosa o el contacto más inesperado con escritores o publicaciones en aquel tiempo?
La vida es generosa con los osados, y me brindó la oportunidad de conocer y tratar en esos años a gente de valía, con grandeza y mirada larga. Quisiera citar aquí a mi paisano Vicente Soto, gran amigo, ganador del premio Nadal – ¿alguien sabe qué ha sido de ese premio, por qué ha renunciado a cambio de qué a ser lo que un día fue? – y maestro de maestros a la hora de escribir relatos.
Dos anécdotas. Don Manuel Andújar, regresado ya de su exilio mexicano, aceptó acompañarme en la presentación de “El grito” en la Asociación de Prensa de Madrid. Nos conocimos personalmente esa tarde, y luego mantendríamos una relación respetuosa y fraterna. Antes de comenzar el acto, me comentó discretamente “Rafael, no me equivoco si le digo que esta novela suya hay mucho alcohol”, refiriéndose claro está a ciertas páginas del libro, y dándome así pie para replicar, ya ocupando nuestros asientos, “ni se lo imagina, don Manuel, fue escrita en compañía de una frasca de ginebra, que rellenaba cada noche mi esposa”. Y era verdad.
Otra: A don Ricardo Senabre le gustó mucho, mucho, El corazón del lobo, y por propia iniciativa y de forma muy generosa escribió a Gustavo Domínguez, director de la Colección Novela Cátedra, indicándole que bien podría entrar en su catálogo mi próxima novela, de la que nada sabía, como nada sabía yo de su mediación. Ocurrió que llegado el verano, mi esposa Lucía me “regaló” el mes de agosto para que pudiera escribir a mi gusto, sin horario alguno; ella se ocupó de nuestros hijos, y así pude poner negro sobre blanco las cien primeras páginas de El sueño de Torba. Cuando apareció en mi buzón una carta de la editorial pidiéndome una novela, y tras celebración con aplausos en la cocina, tomé la decisión – ¡qué tiempos, dios del amor hermoso! – de no contestar hasta tener la novela terminada y con traje de paseo. Llamé a la editorial, “¡dónde te has metido todos estos meses!”, llevé a mi criatura, en dos semanas firmamos contrato y anticipo. A veces, suceden estas cosas.
Pasado el tiempo, cambiado el siglo y pegada la vuelta a este mundo, ¿qué sensaciones te devuelven estas obras ante cada posibilidad de ser reeditadas o ante los comentarios de lectores que no las conocieron en su momento?
Me reconozco en ellas, en todas sus páginas, considero que han envejecido bien. El corazón del lobo fue reeditada celebrando los treinta años de su publicación; El grito se reeditó no hace mucho en Paraguay. Se buscan bien la vida, encuentran nuevos lectores, y ambas escuchan impasibles el mejor de los halagos “¡caramba! ¡un texto así ahora no te lo publicaría nadie!”. Son otros tiempos, es verdad, pero sigo pensando que la apuesta por el lenguaje es más necesaria que nunca. Somos lo que contamos, y cómo lo contamos.
¿Cómo crees que ha cambiado a lo largo de este tiempo el mundo editorial y su capacidad para dejarse sorprender por autores noveles y obras complejas y experimentales?
Sálvese quien pueda, parece ser ahora la consigna de los grandes. Digamos que sus lanzamientos buscan ante todo garantías de rentabilidad, y me parece bien, como bien están esos “ojeadores” a la caza de instagramers con muchos seguidores. Afortunadamente, estos dignos paquidermos conviven con editoriales pequeñas, independientes, pocos beneficios si los hay y catálogos en sosegada expansión y autores de fuste. Siempre habrá un editor para un buen libro. Y siempre habrá un muy buen editor para un muy buen libro.
¿Expectativas para un futuro próximo?
El mundo es redondo, diría mi buen amigo Paco Caro. Esto acaba de empezar.
RAFAEL SOLER (Valencia, España, 1947). Escritor, poeta, ingeniero y sociólogo. Inició su andadura literaria, precisamente, con las premiadas novelas El grito (1979) y El corazón del lobo (1981), a las que siguieron El mirador (1981), El sueño de Torba (1983) y Barranco (1985). Durante ese mismo periodo también escribió el libro de poemas Los sitios interiores (sonata urgente) (1980). Tras un largo silencio, retornó con la publicación del poemario Maneras de volver (2009); Las cartas que debía (2011); la antología Pie de página (2012); Ácido almíbar (2014); No eres nadie hasta que te disparan (2016) y las más recientes El último gin-tonic (2018); Leer después de quemar (2019) y Necesito una isla grande (2019).